La tenue luz que traspasa las
cortinas nubla mi visión. De todas formas no podría ver nada y mis lentes no
los puedo buscar. Me pesan los brazos, el simple intento de mover los hombros
produce dolor. A penas comienzo a dar unos suspiros, siento un escozor en mi
garganta y al tomar mis labios con mis dientes percibo su resequedad. Necesito
agua.
Si quieres un saludo, comiénzalo. Sí quieres una sonrisa, búscala. Sí
quieres cariño, dalo. Sí quieres una despedida, sólo vete. Esos son
algunos principios de las iniciativas que vale la pena tomar a diario.
¿Por qué hasta ahora creé estos principios?
Han pasado unos segundos, pero
detesto no ver. Mi rededor cobra forma. Ya no hay tanto dolor, pero mis dedos
no quieren responder bien. Mis piernas, no las quiero mover, en un rato lo
intentaré. La resequedad se está haciendo peor. Mis labios arden, mi piel se
siente como una lija.
-¿Dónde estoy?
¿Por qué lo digo en voz alta? No
hay nadie. No hay sonidos, ni olores, tampoco muros ni vacios. Más allá no veo
a qué dirigirme. Tengo sed. Quiero agua.
-Gracias.
La sensación del líquido de la
vida fue exactamente eso. El roce de ésta con mi boca, mi lengua. El bello frio
que producía al recorrer mi interior. Las pequeñas gotas de fresno que escurren y bajan por mi cuello hasta perderse en mi pecho. Será curiosidad, o
tal vez la falta de atención. Pero veo hacia abajo y me encuentro desnuda.
Estoy muy tranquila. Doy un
respiro, luego otro. Se fue el atisbo de ansiedad que quería relucir dentro de
esta inexplicable sensación ante la cual he cedido sin reconocerlo. No hasta
ahora. Conscientemente pienso que debería estar intranquila. Debería correr,
buscar algo o a alguien. Mi cuerpo debería estar cubierto por … por una sábana y
yo sigo sin encontrar mis anteojos.